Es bastante común escuchar que vivimos en una sociedad nihilista, que la gente ya no cree en nada, que hemos destruido los viejos valores y que estos no han sido sustituidos por otros, etcétera. Un tal Daniel Bermudez, profesor de filosofía de la Universidad de Córdoba, declara en un vídeo que actualmente, tal como predijo Nietzsche, vivimos en una sociedad nihilista donde todo se banaliza: el arte, la cultura, el deporte y hasta las tragedias. Si no fuese porque sabemos que nada bueno puede venir de la Universidad, estaríamos escandalizados de que un tipo con tal incapacidad para el análisis enseñe y de clase en una facultad. Cada poco tiempo aparece un artículo alertando sobre los peligros del nihilismo, de cómo este periodo histórico se caracteriza por la pérdida de la fe, el descreimiento por las instituciones, el abandono de las antiguas tradiciones… Cómo si lo que viviésemos fuese una tragedia que nos aboca al precipicio por culpa de ese nihilismo. Nada más lejos de la realidad.
La sociedad actual, tanto las nuevas generaciones como las predecesoras que cohabitan en la misma, no ha abrazado el nihilismo ni mucho menos. Al contrario. En occidente se han sustituido las antiguas creencias (mayormente religiosas) por otras igual de poderosas: el dinero, el ascenso social, el progreso, la jerarquía, el ciudadanismo, el trabajo, la democracia, los derechos, la política, etc. A diferencia de las antiguas creencias eminentemente judeocristianas, la sociedad de hoy es profundamente idealista. Ese idealismo les lleva a participar de forma más activa que sus predecesores en asuntos como la política o el arte. En ningún momento critican o rechazan, como haría un “nihilista”, las instituciones, el poder o la autoridad. El individuo actual en todo caso expresa -mayoritariamente- una queja hacia esas instituciones y esos poderes sin rechazarlos, al contrario, defendiendo su existencia y su legitimidad pero “luchando” para se estructuren o se contemplen bajo su prisma ideológico (normalmente democrático). De hecho la sociedad actual, pertenezcan sus individuos al bando ideológico que pertenezcan, legitima con sus creencias y sus anhelos (y sobre todo su participación) en la autoridad política, social, cultural y económica vigente.
El término “nihilismo” en Nietzsche es paradójico. A veces lo utiliza para describir una sociedad que ha abandonado a los antiguos dioses (esa cosmovisión, esos valores, esa moral, esa tradición) y otras para describir el camino de la transvaloración de todos los valores. Transvaloración significa, en primera instancia, eliminar los valores y los códigos morales y éticos de una sociedad dada. Esa etapa no se ha dado. Ni se dará, me arriesgo a decir. Ni siquiera existe una masa nihilista pasiva, que es a lo que normalmente se refieren esos “eruditos” cuando hablan de nihilismo (hasta el arquetipo de “nini” cree en el dinero y en la propiedad, entre otras muchas cosas). Históricamente -y así ha sido desde siempre- las sociedades han pasado de una forma mayoritaria de pensar a otra sin que por el camino hubiese un periodo de “vacío” o “nihilismo” (uso aquí “nihilismo” como la sociedad lo utiliza). No ha existido nunca un periodo de transición, al contrario: encontramos que las viejas y nuevas ideas en muchos casos coinciden en una sociedad y un periodo dado; en la mayoría de los casos el cambio de pensamiento no es más que un cambio de poder (de estructura, de autoridad, de mecanismos) sin un proceso ideológico profundo más allá de la forma de expresarlo. Por poner un ejemplo, el hecho de obedecer a un cacique local cuya autoridad y poder se sustentaban exclusivamente en la riqueza no difiere mucho de la sumisión al poder político actual, aunque en el aspecto formal parezcan cosas muy distintas: en los dos casos se trata de un poder político y económico que dirige y manda sobre una sociedad (un conjunto de individuos) que ha entregado su capacidad y su poder para que lo administren los de “arriba”. Obedecer, ser representado, delegar, subsidiar… Son conceptos mucho más parecidos de lo que a los demócratas les gustaría.
La sociedad de hoy cree en el Estado, en la autoridad de las fuerzas de seguridad, en las leyes dictadas por parlamentos y congresos, en la propiedad, en los medios de información, en la ética del trabajo, en el valor del dinero, en los “jefes” y en otras tantas cosas que a uno le parece imposible que a día de hoy alguien se atreva a decir que vivimos en una sociedad o un periodo nihilista. Más bien el problema es todo lo contrario: vivimos en una sociedad y en un periodo donde el Poder está tan arraigado que a veces es apenas imperceptible.
Besançon para la revista NADA