“¡Soy un turista, un turista!” – protesté en algún lugar de los calabozos de la Guardia Urbana, discretamente situados en La Rambla.
“¡De eso nada!” – respondió a gritos el policía meneando el dedo-. “¡Terrorista!”
En la calle, justo encima de mí, sólo minutos después del supuesto acto terrorista, todos los demás turistas paseaban tranquilamente, ojeaban las postales y los menús de tapas, echaban un vistazo a los puestos de libros montados para la fiesta de San Jordi del 23 de abril o contemplaban a los artistas que siempre bordean los típicos paseos peatonales de Barcelona. No había ninguna estampida de pánico, tan sólo la aglomeración cotidiana que siempre inunda la ciudad. Pero en aquel momento no estaba precisamente discutiendo con la voz de la razón. El policía estaba seguro de que yo era un terrorista porque estaba seguro de que era un okupa, y estaba seguro de que yo era un okupa porque pensaba que tenía pinta de serlo (llevaba una camiseta con un lema político y algunos eslóganes garabateados en las zapatillas).